Visita del Almirante Yamamoto

Dr. Plino con la redacción de El Legionario con el Almirante Yamamoto

Dr. Plino con la redacción de El Legionario con el Almirante Yamamoto

Tras asumir la dirección del Legionário, el Dr. Plinio lo fue ampliando progresivamente y comenzó a abordar en él temas de una envergadura y profundidad cada vez mayores. En poco tiempo, lo transformó de una pequeña hoja quincenal de parroquia en un prestigioso semanario, con repercusión internacional, y órgano oficioso de la importante Archidiócesis paulistana. De tal manera fue así, que era honroso para las mayores personalidades del mundo católico, de paso por São Paulo, hacer una visita al periódico.
En 1938 estuvo en la ciudad el famoso Almirante Yamamoto, veterano de muchas batallas en los ignotos y lejanos mares del Extremo Oriente, y líder católico de destaque en Japón (Esteban Shinjiro Yamamoto, descendiente de Samurais, nació en 1878. A los 17 años fue bautizado en la Religión Católica. Combatió en la Guerra Ruso-Japonesa y en la Primera Guerra Mundial. A fines de ésta última, participó como intérprete de la Conferencia de Paz, ocasión ésta en que era Agregado Militar en París. Fue preceptor del Príncipe Hirohito, acompañándolo en diversos viajes al exterior, inclusive cuando éste ya era Emperador del Japón. Ocupó el cargo de Primer Ministro en 1922, dedicándose especialmente a la recuperación del país, después del trágico terremoto que destruyó casi por completo las ciudades de Tokio y Yokohama. Como líder católico promovió la divulgación de la literatura y del movimiento de jóvenes católicos. En 1938, tras el comienzo de la Guerra Chino-Japonesa, fue enviado al Vaticano, así como a otros países de Europa y de las Américas, inclusive a Brasil, con la misión de explicar al mundo católico el motivo de la guerra. Consiguió mejorar las relaciones de Japón con varios países. No se le debe confundir con otro Almirante Yamamoto, Yamamoto Izoroku, comandante de las Fuerzas Combinadas japonesas en la Segunda Guerra Mundial).

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        Dr. plinio con el Almirante Yamamoto

Al llegar a São Paulo, entró en contacto con el Dr. Plinio y el Legionário. A fin de retribuirle la amable visita, el Dr. Plinio lo invitó a cenar en su casa, seguro de que doña Lucilia tendría mucho gusto en recibirlo. Ella manifestó el deseo de que también estuviese presente doña Rosée, cuya brillante y ligera conversación ciertamente agradaría a los presentes.
Descendiente de samurais —una de las categorías de la nobleza del Imperio del Sol Naciente—, hombre de veras fino y de gran cultura, poseía todo un conjunto de cualidades que le conferían una personalidad peculiar, profundamente marcada por la nota católica, aunque muy diferente de los estilos occidentales.
Acompañado de una alta personalidad del cuerpo consular nipón en São Paulo, el insigne invitado se presentó con puntualidad militar en la casa de doña Lucilia, que le acogió con la amabilidad característica de las damas de la antigua sociedad paulista.
La conversación, siempre en francés, se desarrolló de modo espontáneo alrededor de recuerdos religiosos, militares y sociales del ilustre visitante. Como había participado en innumerables acciones navales no fue difícil hacerle contar algunas de las hazañas que, con toda justicia, le habían cubierto de gloria. Bastó levantar el tema para que su enigmática mirada almendrada se encendiese, por detrás de una impasible expresión fisonómica.
— ¡Ah, batallas! ¡Son una cosa muy bonita!
El Dr. Plinio preguntó amablemente:
— Pero, Almirante, usted participó de varios combates navales, ¿no?
— Sí, innumerables.
— ¿No le importaría describir el episodio culminante, más bonito, más arriesgado
de las guerras en las que participó? — propuso el Dr. Plinio.
El almirante se sintió a gusto al comprobar el interés real de su anfitrión, sobre todo porque se había entregado en cuerpo y alma a la profesión de la guerra, y sabía ver en ella el lado grandioso.
— Cómo no, profesor, con mucho gusto, respondió.
En medio de su entusiasmo por el combate, el visitante tal vez no se dio cuenta de que los gustos y las preferencias de doña Lucilia no se inclinaban especialmente hacia ese lado. Ella, que consentiría en la inmolación de su propio hijo en una lucha en defensa de la Santa Iglesia, no podía dejar de condolerse por la suerte de tantos infelices, muertos en una guerra terrible, desprovista de significado religioso. Un cierto suspense invadió a la asistencia, pero como la conversación era para agradar al visitante, nadie le interrumpió, prosiguiendo él su relato:
— Fue en la batalla de Tsushima, durante la guerra Ruso-Japonesa, en 1905, cuando hundimos al gran acorazado ruso Zarevich.
— ¿Cómo se dio ese hecho? — preguntó el Dr. Plinio.
— Ah, usted no se lo imagina, ¡qué maravilla! El acorazado, uno de los mejor equipados del mundo, orgullo de la marina de su país, era el buque insignia de la flota que combatíamos. Fue una batalla terrible, con decenas de navíos hundidos… La fisonomía de doña Lucilia se iba volviendo cada vez más seria y consternada al oír aquellas palabras. El Almirante Yamamoto, sin fijarse en su reacción, continuó tranquila y alegremente:
— Aquel enorme acorazado pasó por delante del navío que yo comandaba en una posición en la que no podíamos perder la oportunidad… ¡Nuestros tiros fueron certeros! Después de bombardearlo, se inclinó de tal modo que la popa se hundió y la proa quedó en el aire. Lo vimos casi enteramente vertical. Doña Lucilia seguía la narración paso a paso, compadecida por el terrible sufrimiento de aquellos pobres marineros que iban a ser tragados por las profundidades de los mares. Llegando a ese punto, ella preguntó apenada:
— ¿Y qué sucedió entonces?
Entusiasmado, el Almirante concluyó:
— Señora mía, ¡se hundió completa y directamente!
— ¡Ah! — exclamó doña Lucilia, con un ligero sobresalto.
Aunque el tema agradase sobremanera al heroico combatiente, su fuego se encendió aún más cuando el Dr. Plinio condujo la conversación hacia la lucha doctrinaria interna en los medios católicos, que ya entonces iba mar alto en todas partes. ¿Quién lo habría de decir? Al describir los síntomas de indisciplina y deslealtad que había notado en los círculos católicos de su país, la indignación del valiente oficial se volvió candente. Se puso de pie enrojecido, y comenzó a hablar alto. Sus interlocutores, por supuesto, le dejaron discurrir a su gusto, hasta que, tranquilizado, pasó espontáneamente para otro tema.
Terminada la cena, Yamamoto se despidió cortésmente de doña Lucilia, llevándose ciertamente para su distante tierra natal el recuerdo de aquella distinguida y afable señora.
Años más tarde, al tener noticia de su muerte, doña Lucilia quedó muy entristecida y rezó fervorosamente por su eterno descanso, pues no era sólo el Japón quien perdía un guerrero de valor sino, sobre todo, la Iglesia, que veía sus filas privadas de un intrépido militante.

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