Fallecimiento de Doña Gabriela

Cuadro de Doña Gabriela

Cuadro de Doña Gabriela

A finales de 1933, el estado de doña Gabriela se agravó de forma preocupante.
No tardaría en extinguirse la luz de esa venerable dama, cuya presencia había comunicado tanto brillo a la sociedad paulista. Doña Lucilia no sería ella misma si no envolviese con su filial cariño y con su dedicación incansable a la madre a quien tanto amaba. En el palacete Ribeiro dos Santos, el cuarto de doña Lucilia quedaba a una buena distancia del aposento de doña Gabriela. Esta última tenía un ama de llaves muy buena y dedicada, que dormía en una dependencia contigua para servirla cuando la necesitase.
Doña Lucilia, no obstante, llevada por su solicitud, mandó instalar un timbre eléctrico en su propio cuarto, que podía ser accionado desde la cabecera de la cama de doña Gabriela. De esta manera, si hubiese alguna emergencia, podría atenderla con celeridad, procurando suplir con su presencia cualquier dificultad que el ama de llaves no supiese resolver. Sin embargo, ni el más profundo amor filial es capaz de impedir lo inevitable… El 6 de enero de 1934 falleció la gran dama.
Doña Lucilia, a pesar del dolor que le invadía el alma, pues la muerte de su madre la había afectado profundamente, no dejó de cumplir la penosa tarea de recibir, al lado de sus hermanos y de otros familiares más próximos, las manifestaciones de pesar de las personas amigas, hasta el momento en que las fuerzas le faltaron y se vio obligada a recogerse en sus aposentos.
Acostada en la cama, con la fisonomía envuelta en un velo de tristeza, se entregó a la oración, a fin de encontrar un consuelo espiritual en el Sagrado Corazón de Jesús y alcanzar de Él el eterno descanso de su tan querida madre. Fue así como, algunos instantes después, la encontró su hijo, cuando se dio cuenta de su ausencia en el salón.
Viendo su abatimiento intentó consolarla con palabras de afecto y dulzura, como sólo él sabía decir a su madre. Sin embargo, en medio de todas aquellas adversidades, doña Lucilia mantuvo continuamente una actitud de entera serenidad y compostura, sin permitir que la emoción, por mayor que fuese, le quitase el dominio de los sentimientos.
La Providencia le reservaba otros sufrimientos, que la acrisolarían aún más poniendo a prueba su confianza en Dios.

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