Es suave fin de Doña Lucilia

Cuando el Dr. Plinio aún convalecía de la crisis de diabetes, un dolor más vino a asomarse en su horizonte: la separación de su extremosa madre, Doña Lucilia. En vísperas de completar 92 años, ella falleció suave y serenamente, después de trazar sobre sí una gran Señal de la Cruz.

La muerte de Doña Lucilia sucedió así:

Los últimos momentos

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Estaba con mi madre almorzando en el comedor de nuestro apartamento. Aún me encontraba en vías de completar el restablecimiento de la crisis de diabetes, y ella, muy anciana, con casi 92 años, ya no presentaba una lucidez completa. Conversábamos a solas, intercambiando unas palabras como era posible, muy lentamente; ella se entretenía, me miraba fijamente y procuraba acompañar lo que yo decía. En esa comida, en la tranquilidad de la casa, la muerte se presentó. A cierta altura, ella comenzó a sentirse incómoda, con la sensación de tener, alrededor de su cuello, algodones que le quitaban el aire, y quería que alguien los removiese. En realidad, no había algodones. Percibí inmediatamente que se trataba de algo grave, aunque el médico la había examinado recientemente y encontrado su corazón en condiciones normales para aquella edad.

Llamé enseguida a una especie de enfermera o dama de compañía que la acompañaba. Esta señora me ayudó a ponerla en la silla de ruedas y, conduciéndola al cuarto, la ayudó a acostarse. Comenzaba el fin de la vida de mi madre…

Convocamos inmediatamente al médico, el cual, analizando la situación, me susurró: “Ella llegó al fin; de repente el corazón quedó en pésimas condiciones… ¡Con 92 años! Ud. debe prepararse para lo que va a suceder.”

Mi madre estaba con una crisis cardíaca fuertísima y falta de respiración.

Pasé el resto del día al lado de su cama rezando, conversando, procurando consolarla, a pesar del tormento que sentía al verla padecer falta de aire. ¡En medio de aquella asfixia, ella se mantenía en una calma que me dejaba pasmado! Miraba siempre al frente, con una resolución admirable. Notaba que ella tenía conciencia de que estaba muriendo y veía la muerte que llegaba; pero veía también que el Cielo se aproximaba. En la noche acabó recomponiéndose un poco, y yo, aún muy, muy débil, me fui a recoger para descansar.

Gloriosa Señal de la Cruz

A la mañana siguiente, tan pronto me desperté, pregunté por ella. Me avisaron que el médico había pasado la noche asistiéndola y que ella iba aguantando. Tomé el desayuno, leí un poquito el periódico con la intención de enseguida ir a verla, cuando me informaron que ella estaba in extremis.

Aún en aquel tiempo yo andaba con una especie de muletas. Me levanté como pude y fui a su cuarto, contiguo al mío. Cuando llegué, el doctor me dijo: “Ella murió”.

El médico explicó que, súbitamente, su corazón perdió el vigor y ella sintió que llegaba la muerte. Ella sabía que yo todavía estaba muy enfermo y tuvo tanta delicadeza que no me mandó a llamar. Como médico, él no pudo mantenerle la vida, y ella falleció. Antes de morir, hizo un gran y resoluto “en el Nombre del Padre”, de arriba de la cabeza hasta abajo, en el pecho, y con la gloriosa Señal de la Cruz, murió. Yo entré… ¿qué pude hacer? No sé cuántas décadas hacía yo no lloraba. ¡En esa ocasión lloré copiosamente, caudalosamente…! Después me fui a mi cuarto, hice la toilette, me preparé para quedarme haciendo guardia al cuerpo mientras estuviese en casa, y después acompañarlo al cementerio.

Enfrentando la muerte de la madre

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Dr. Plinio en la misa del 7º día 27 de abril 1968

Cuando me estaba preparando, la tristeza de repente desapareció de mi alma y tuve una tranquilidad y una serenidad extraordinarias, a pesar del dolor. Fui al saloncito rosado de casa, donde estaba expuesto el cuerpo. Comenzaron a llegar personas de la familia y relaciones. Más tarde ella fue enterrada. Acompañé el féretro hasta la puerta del Cementerio de la Consolación, no bajé para acompañar el cuerpo, porque mis condiciones no permitían por causa de la amputación. Di una vuelta en el automóvil y volví a casa. Entré… Era la primera vez que yo encontraba la casa sin su dueña. ¿Qué pude hacer? Recostarme, rezar, adormecer… La vida continuó.

A la mañana siguiente fui a la hacienda del Éremo1 del Amparo de Nuestra Señora. Hasta entonces todavía no había salido de São Paulo andando de muletas. De allá volví solo para la Misa de séptimo día.

 (Extraído de conferencia del 11/8/1984)

  1. En portugués, eremitorio, lugar donde viven eremitas. ↩︎

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